domingo, 3 de mayo de 2009

LOS MEMBRILLOS Y LA MUERTE (Bestiario Infinito Nº 2)

“Tengo miedo y tengo amor,
¡amado, el paso apresura!
Iba espesando la noche
y creciendo mi locura.”

GABRIELA MISTRAL (chilena)


Tengo en el regazo un canasto con membrillos que me han traído de Ninhue y en las manos una servilleta con sal. Busco el más grande de ellos, el más perfectamente hecho de sol, aquel cuyo olor me transporta -como me sucede con frecuencia- a mis mundos pasados… Y quedo herida por un recuerdo antiguo, con la sien vaciada de pronto, pálida y desencajada.

Recuerdo un día de marzo, hace catorce años, cuando mientras sostenía un membrillo que había sobre la mesa y lo acercaba a mi nariz, mi abuela me avisó que se había suicidado. Me lo dijo sin prudencia, se abrió el tiempo y me sostuve de una silla, temerosa de caer en el hoyo enorme que había ante mí.

Diez años nos separaban entonces. Yo tenía 16 años y él 26 y era infinitamente triste. Nos unían dos pasiones: la poesía y la política. Y nos separaba quizás qué, ni siquiera alcancé a averiguarlo. Me quedé con el recuerdo de sus ojos verdes, de su barba espesa y su cuerpo suave. Me quedé con la promesa rota de no dejarnos nunca y con los trozos de un rompecabeza que no encaja.

La primera vez que lo besé fue bailando salsa en un local de la carretera. Le mordí con delicadeza el cuello, mientras sostenía su nuca, y luego me acerqué a la boca. Él temblaba y yo no, porque ya había temblado 3 años en silencio. Fue Diciembre del año anterior. Ahora que lo pienso, quizás la actual ausencia de baile en mi vida está ligada a esta pérdida.

El día anterior a que cerrara la puerta estuvimos diseñando carteles, pancartas y dípticos que él haría para ayudar a elegirme como la primera presidenta secundaria en democracia, la representante de los miles de estudiantes de las 21 comunas que conforman mi provincia. Me acompañó en el sueño de organización del movimiento estudiantil y conversamos largo sobre la libertad, los derechos humanos y la responsabilidad política. Me dijo que era brillante y yo le creí porque tenía la mirada limpia y serena.

A mi casa fue a avisar Bernarda y le dijo a mi abuela “Dígale con cuidado” porque ella sabía de nuestro vínculo; pero mi Encarnación no sabía de suavidades y me lo dijo, gritándome, desde la cocina, mientras yo olía el membrillo. Entonces supe que debía recoger mi tristeza e instalarla donde no necesitaba ser explicada: a un costado del lugar donde lo velaban envuelto en una bandera, en su modesta casa de calle Manuel Montt. Compré una rosa roja, me hice acompañar por otra amiga (la morena que hoy carga un niño hermoso y que en ese entonces sabía de aquel romance autocensurado porque no quería que otros opinaran sin tribuna conferida) y me senté a llorarle a la par que lo hacía su hermana y su madre, que también tenía mi nombre. No quise hacer el epitafio. Tampoco pude abrazar su cuerpo inerte, porque eligió el fuego para la huida. Sólo pude acariciar con la mirada perdida el ataúd que lo contenía como no supe hacerlo yo.

Todo el mundo tiene su suicida. Éste a mí me partió la adolescencia.

La descripción dice: “Animal herido. Estrella de navajas que me rebanó la pasión y me instaló la angustia”.

2 comentarios:

  1. Siempre un suicida nos instala en la incertidumbre y la angustia, nunca nos libramos de él. Nuestra alma se parte un tanto con su muerte anunciada, y se la lleva, sin posibilidades de retorno.
    Milita, como siempre... maestra!

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  2. Qué buena historia y que buen encaje de curiosidades lterarias y un membrillo.
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