Andrés se llamaba el hombre del cuerpo estrecho. Su alma tenía otro nombre, uno que arrastraba desde inmemoriales vidas hacia ésta, un nombre en capas, letras en sedimento que en mi boca sabían a un lejano dolor de inmisericordias.
- Es probable –le dije sangrando.
- Loca.
- También lo estás y no me quejo -dije, mientras hojeaba el libro que acababa de pasarme.
- Hay mejores cosas en las que pensar –dije, ocultando la emoción de mi entrepierna que lo pensaba todas las noches en un juego de dos dedos.
- Sentí los pacos pasar por abajo y no sé por qué las sirenas me recordaron que hacía muchas tardes que no venías.
- ¡Uf! Eres el rey de los tiernos. Peor, mucho peor, que el que dijo que las avellanas de monte le recordaban mis ojos.
- Ya decía yo…peor poeta ¿Dónde has visto fuegos negros? –retruqué, alejándome de él.
- Cuando me miras –dijo mientras encendía un cigarrillo que se resistía a la muerte.
- Modélame. Soy tu guitarrera –dije en un susurro, acercando el cuerpo como una onda eléctrica. Sentía la presión de sus yemas manejando el barro y oliendo las cerezas.
- ¿Cuál es tu nombre?
- No importa el nombre, importa la historia. Soy la mujer que murió tocando la guitarra en los campos de Quinchamalí, esperando tu retorno.
- ¿Cuántas campesinas tengo cuando te toco? –dijo, metiendo sus manos calientes bajo la ropa y amando las carnes.
- Todas, Andrés, todas las mujeres…
La clepsidra se abrió. Su agua escurría hacia abajo. Los epígrafes orgásmicos me dejaron con todas mis lecturas vencidas, desmadejada como un rollo de cáñamo bruto, piedra caliza horadada por la lluvia semental de su cuerpo...
Sin embargo, lo abandono ahora. Arrastro como un alud, con todos mis barros pútridos, con toda mi violencia, su delgada palidez de ojos claros hacia las tierras extrañas donde las personas se aman con dulzura. Mi torpeza jamás podría amarle la boca como se merece. Mejor lejos, mejor fuera, mejor extraño que cercano, adentro y mío. Allá lo dejé con sus cabellos melados esperando una micro que lo expulsara de mi duro sexo capitalino hacia los sexos provincianos, que son rosados y vírgenes, como duraznos al tacto… Lejos de los clavos que lo mantienen sujeto a mi cruz beligerante y guerrera.
Lo miro alejarse en medio de las prisas que llevan los que nunca le conocerán sonriendo. Lo rememoro urgente y desnudo. Mientras camino por esta ciudad que me malacoge, corto una margarita en el Parque Forestal. Entre mi pulgar y mi índice, percibo su delicadeza y observo los colores que nunca tendrán mis labios en sus pétalos y su centro polinizado tan distinto a mi alma. (Me olvida, me recuerda, me olvida, me recuerda, me olvida, me recuerda, me olvida). Quedó en la gravilla destrozada. Hay flores que se me parecen.
La lluvia pareciera que me espera en todas las esquinas. Apuro el paso. Es el llanto que me contengo el que me aguarda en todas las ciudades por las que transito. También se encuentra en este Santiago de las alas rotas, escondido entre las estatuas desperdigadas en este cinturón verde acorralado por ventanales, estos cuervos transparentes que lo cercan, ansiosos de su carne vegetal.
Abrocho la chaqueta que he traído abierta desde que lo dejé en las afueras de mi vida. Si cierro los ojos puedo imaginar el océano abierto ante mí y la dureza de la vereda encementada se deshace bajo los pies hasta hacerse arena. Mi cabello agitado por el viento es una bandera que incita a la guerra en una cama angosta. Me agrando y me empequeñezco mientras las cuadras pasan. Lo miré alejarse en el sentido contrario al que tomaron mis pasos y el calor que mis incendios arrastran se fue apagando hasta instalárseme el invierno en la espalda.
La ciudad Ícaro y su omnisciencia indolente, que todo lo ve pero nada le conmueve, lloraba hojas secas y maceraba las lluvias… Acaricié el contorno del libro de Paul Auster que insistía en recordármelo, subí el volumen a la canción de