sábado, 28 de noviembre de 2009

ANDRÉS, SIEMPRE TENDREMOS PARÍS (De Bestiario Infinito Nº 10)

Andrés se llamaba el hombre del cuerpo estrecho. Su alma tenía otro nombre, uno que arrastraba desde inmemoriales vidas hacia ésta, un nombre en capas, letras en sedimento que en mi boca sabían a un lejano dolor de inmisericordias.

- Cualquiera diría que me amas…–me dijo en juego.

- Es probable –le dije sangrando.

- Loca.

- También lo estás y no me quejo -dije, mientras hojeaba el libro que acababa de pasarme.

Levanté los ojos y lo miré, quizás supiera que lo amaba a saltos, como atravesando un río sin mojarme los pies, de piedra en piedra, evadiendo su naturaleza de cauce furioso, temiéndole pero subyugada. Llegué a la otra orilla y respiré profundo observándolo, tan ajeno a mis necesidades de donación y fuga.

- Anoche me acordé de ti –habló de pronto, buscándome con la mirada.

- Hay mejores cosas en las que pensar –dije, ocultando la emoción de mi entrepierna que lo pensaba todas las noches en un juego de dos dedos.

- Sentí los pacos pasar por abajo y no sé por qué las sirenas me recordaron que hacía muchas tardes que no venías.

- ¡Uf! Eres el rey de los tiernos. Peor, mucho peor, que el que dijo que las avellanas de monte le recordaban mis ojos.

Rió. Se levantó del sillón, se acercó a acariciarme el rostro.

- Tus ojos recuerdan el fuego negro.

- Ya decía yo…peor poeta ¿Dónde has visto fuegos negros? –retruqué, alejándome de él.

- Cuando me miras –dijo mientras encendía un cigarrillo que se resistía a la muerte.

Enrojecí y me acerqué a la ventana. Desde el quinto piso de cualquier edificio las luces de una tarde de otoño tenían un particular tizne a olvido. Recordé que hoy no había nada más que té verde con vainilla en mi despensa. Recordé también esa vez cuando me dijo que olía a las aguas que me bebo a las diez de la mañana y a las tres de la tarde de todos los días. “Tienes un olor a tecito de viejas cuicas”, lo abracé riendo y le dije “Y tú hueles a bodega anarka”, me apretó las costillas y se rió más “Burócrata y vendida a la Concertación”, lo golpee repetidamente con las hojas del diario diciéndole “Chascón antisistema, izquierdoso trasnochado, bastardo del Che Guevara y del McDonald….” En la mitad de la retahíla me besó. De aquel beso que nos quitó la ropa, se construyeron las murallas y las fronteras que separan las almas en dos puntos que no se reconcilian jamás, naturalezas de distinta mano, naturalezas espurias, hijos ilegítimos de los que sueñan la llave de sol en pentagramas nocturnos. Los besos son sentencias.

Mientras conversábamos de todas las vidas, hacía cuelchas en su cabello. “¿Qué haces?” “Haré sombreros con tu pelo. Alguna de las mujeres de Ninhue me habita” y le contaba de esas mujeres que trenzan de memoria las pajas de los trigos mientras los cerros partidos miran las esperas de tres siglos y el tiempo les pasa por las sienes.

- Modélame. Soy tu guitarrera –dije en un susurro, acercando el cuerpo como una onda eléctrica. Sentía la presión de sus yemas manejando el barro y oliendo las cerezas.

- ¿Cuál es tu nombre?

- No importa el nombre, importa la historia. Soy la mujer que murió tocando la guitarra en los campos de Quinchamalí, esperando tu retorno.

- ¿Cuántas campesinas tengo cuando te toco? –dijo, metiendo sus manos calientes bajo la ropa y amando las carnes.

- Todas, Andrés, todas las mujeres…

La clepsidra se abrió. Su agua escurría hacia abajo. Los epígrafes orgásmicos me dejaron con todas mis lecturas vencidas, desmadejada como un rollo de cáñamo bruto, piedra caliza horadada por la lluvia semental de su cuerpo...

Sin embargo, lo abandono ahora. Arrastro como un alud, con todos mis barros pútridos, con toda mi violencia, su delgada palidez de ojos claros hacia las tierras extrañas donde las personas se aman con dulzura. Mi torpeza jamás podría amarle la boca como se merece. Mejor lejos, mejor fuera, mejor extraño que cercano, adentro y mío. Allá lo dejé con sus cabellos melados esperando una micro que lo expulsara de mi duro sexo capitalino hacia los sexos provincianos, que son rosados y vírgenes, como duraznos al tacto… Lejos de los clavos que lo mantienen sujeto a mi cruz beligerante y guerrera.

Lo miro alejarse en medio de las prisas que llevan los que nunca le conocerán sonriendo. Lo rememoro urgente y desnudo. Mientras camino por esta ciudad que me malacoge, corto una margarita en el Parque Forestal. Entre mi pulgar y mi índice, percibo su delicadeza y observo los colores que nunca tendrán mis labios en sus pétalos y su centro polinizado tan distinto a mi alma. (Me olvida, me recuerda, me olvida, me recuerda, me olvida, me recuerda, me olvida). Quedó en la gravilla destrozada. Hay flores que se me parecen.

La lluvia pareciera que me espera en todas las esquinas. Apuro el paso. Es el llanto que me contengo el que me aguarda en todas las ciudades por las que transito. También se encuentra en este Santiago de las alas rotas, escondido entre las estatuas desperdigadas en este cinturón verde acorralado por ventanales, estos cuervos transparentes que lo cercan, ansiosos de su carne vegetal.

Abrocho la chaqueta que he traído abierta desde que lo dejé en las afueras de mi vida. Si cierro los ojos puedo imaginar el océano abierto ante mí y la dureza de la vereda encementada se deshace bajo los pies hasta hacerse arena. Mi cabello agitado por el viento es una bandera que incita a la guerra en una cama angosta. Me agrando y me empequeñezco mientras las cuadras pasan. Lo miré alejarse en el sentido contrario al que tomaron mis pasos y el calor que mis incendios arrastran se fue apagando hasta instalárseme el invierno en la espalda.

La ciudad Ícaro y su omnisciencia indolente, que todo lo ve pero nada le conmueve, lloraba hojas secas y maceraba las lluvias… Acaricié el contorno del libro de Paul Auster que insistía en recordármelo, subí el volumen a la canción de la Vargas, alcé la vista para encontrarme con el arcángel y el león que vigilan los cielos cercanos al Metro Baquedano, y esbocé lentamente una sonrisa… No importa, Andrés, “siempre tendremos París”.

martes, 17 de noviembre de 2009

EL DESPATRIADO (De "Bestiario Infinito", Nº 9)

La miró sin entender la contundencia del desaire. Todavía adelantó la mano para tocar algo del cuerpo que se le negaba de improviso. Rozó un hombro desnudo y se le quedó en las yemas la tibieza de una piel de mujer que cruza otros mares. No escuchó a tiempo la necesidad de oler los cerezos que la mujer tenía, ni esa consistencia oleosa de su carne femenina que pedía los placeres que perduran, no supo mirarla profundo y la raspó apenas como un rallador vencido. El hombre se miró de pronto tronchado, ciudadano vencido por los burdeles en los que buscó su raza de sombrío oficinista de nueve a seis.

Acercó el cuerpo con violencia y sal, y la mueca de rechazo le dejó los brazos caídos. Le habría mordido la boca hasta romperle los labios, hasta dejárselos hinchados como una bandera que flameara su impotencia de macho, le habría tomado las manos en la espalda y le hubiera buceado en el arrecife hasta dejarles cardenales; pero sabía que la mujer ya no le pertenecía, que era tierra para sí misma y no para el goce de su abrazo.

Miró por la ventana cómo caía la furia de una lluvia que tampoco vio venir, cogió un paraguas, abrió la puerta y, temblando, puso un pie en el mundo de los hombres sin patria.

jueves, 13 de agosto de 2009

HOMBRE ESTACIONAL (Bestiario Infinito, Nº 8)

“Pues ambos atormentan mi sentido: aqueste con pedir lo que no tengo y aquél con no tener lo que le pido” Sor Juana Inés de la Cruz (Mexicana)

Hombre de Otoño.
Me sobra y me falta Andrés. Me sobra en las mañanas y me falta en las noches. Me sobra en las calles rápidas y me falta bajo los robledales en los que el humus huele a excitación y abandono. Me sobra y me falta. Alternadamente. Como un péndulo de Newton, los cuerpos se reúnen y se expulsan.
Hombre de Invierno.
Le miro gris y extraño. Imagino que mis palabras pueden deshacerse en medio de su blancura y su frío. Me muerdo los labios. Aquieto la lengua. Sosiego las manos. Arrincono las ansias. Le miro desnudo y precario.
Hombre de Primavera.
Le descubro y se me arrancan las camelias del bajo vientre. Sostenida en sus manos soy el violín seducido y tensionado, su arco frotando mis cuerdas, pizzicato que se alarga y desfallezco.
Hombre de Verano.
Se me parten los damascos en su boca. El mar golpea el malecón con violencia. Enrojezco como una cereza cuando me besa. Huelo a violetas cuando expulsa dentro de mí los días de enero.

Andrés tiene un aire de sentidos perversos, como si se les adhiriera a sus ojos claros las tormentas negras de las furias que me marcan. Hombre cíclico. Cuando lo miro desde mis cárceles me inflamo.

miércoles, 13 de mayo de 2009

EL INFIEL (Bestiario Infinito, Nº 7)



“No me dé una mano reservando la otra para retener quién sabe a qué fugitiva. Yo no estoy jugando a ‘querer poetas’; esto no me sirve de entretención, como un bordado o un verso; esto me está llenando la vida, colmándomela, rebasando al infinito.”
Cartas de Amor y Desamor.
GABRIELA MISTRAL (Chilena)


Amar a otro. La simpleza de los que no aman puede llegar a hacer cabriolas en el alma de las que escuchamos los consejos.

No me han importado sus fidelidades espurias, negociables todas, su boca en la que otras mujeres sacan con la lengua lo que le escribo. No me ha importado porque él regresa, porque él retorna a llenarse de la miel oceánica que le entrego. No me importan las otras que no me conocen y me desprecian, las que lloran por los rincones porque esperaban en vano ser la única. Ni que en cada país –socarronamente- tenga embajadas que le apaciguan las urgencias. Este es el que yo amo con todos los deseos sueltos, con todas las mañanas nuevas, con almuerzos que no concluyen sino hasta la cena, mi amante de carbón y luna.

Yo soy la que recibe su beso sin fraude, porque lo recibo sabiendo que hay otros que me niega, que no me busca en los sexos de otras porque en todas busca designios diferentes, que a ésas las ama en otras horas y que las bebe sabiendo que son vertientes de paso. Yo soy la que recibe su beso sin fraude, porque nada me oculta nunca. Yo acepté saber sus historias para suavizarles los contornos y hacerles margaritas en los bordes.

Yo sé que reza novenas mensuales a diferentes santas, que encanta con sus silbidos y sus cuentos de estrellas, que puede sorprenderte en medio de la lluvia y hacerte tres tormentas seguidas en el pubis. Yo sé que miente, pero su mentira es para otras, conmigo siempre la verdad que duele y que me tiene al borde de la roca, balanceándome en el precipicio en el que todo rueda.

Yo soy la que lo contiene, la botella que guarda sus esencias. Yo lo amo cuando grita en los estadios y cuando termina gritando su éxtasis salado en mi entraña. Yo lo amo cuando gime acorralado por las urgencias económicas y cuando gime en mi oído por mi roce certero. Yo lo sigo amando cuando viaja por el mundo desatando corolas eróticas de otras que lo aguardan, cuando al descuido creo ver aún el reflejo agradecido de la última en su pecho.

No sé amar a otro.

domingo, 3 de mayo de 2009

PENÉLOPE (Bestiario Infinito Nº 6)



“Tu cuerpo es el paraíso perdido
del que nunca jamás ningún Dios
podrá expulsarme.”
GIOCONDA BELLI (Nicaragüense)

Dobló la esquina con el alma prendida de un hilo finísimo. Avanzó como pudo hacía una custodia a dejar el bolso, mientras buscaba un pasaje que la llevara de vuelta a su mundo real, que la sacara del Macondo centralizado que horadaba con sus pies.

Se había interrogado cada mañana durante 45 días frente al espejo donde trenzaba el largo cabello indio, si estaría haciendo lo correcto y llegó a la conclusión que eran demasiados los que bailaban ahí por lo tanto alcanzaba para todos los estilos. Total, todo era cosa de variar a quién se le preguntaba… Si le hubiere preguntado a María Elena sería una locura digna de largas sesiones de psicoanálisis, si le hubiere preguntado a Marta le habría dicho que el canelo susurra los nombres de ambos y que emprendiese viaje confiada en las diosas de la tierra, y si le hubiera preguntado a su amiga que, a fuerza de raíces, mantenía los pies en la tierra le hubiera dicho “Depende el pastel que se trate”. (¿Cuál será el vínculo que existe entre los hombres-tragedia y los pasteles? ).

Buscó en la cartera que portaba y tenía en ella una bolsa de pastillas de anís, un deseo que se volvía incendio, un lápiz tinta azul, unos besos reprimidos que dibujaban el contorno de esas manos con los labios, una agenda del año anterior, unos dedos que temblaban por la posibilidad de rozar sus párpados, un block de notas, un mundo que se sacudía de ansias y de asombro de encontrar alguien completo, entero, a quien no le faltaba ni la sensatez ni la inconciencia necesarias para transitar por la vida. Era más que suficiente. Sin embargo al mirarse largamente, le pareció escuchar en el aire la voz cascada de Serrat “[…] No eres quién yo espero. Y se quedó con su bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón sentada en la estación…”.

Recordó cuando el cardiólogo con toda la suficiencia de alguien cuyo título huele a dinero le explicó con palabras largas que sus conductos que debían mirar la frialdad del Océano Pacífico, miraban en cambio la dureza inmisericorde de la Cordillera de los Andes. La larga perorata le hizo sentido: Siempre había querido al revés, podía ahora responsabilizar a la biología malhecha de su corazón.

Se desprendió del bolso que limitaba sus movimientos con alivio; pero de este gran lastre de decepción y dignidad magullada por la sobreexplotación del sueño, no podría desprenderse por mucho tiempo. Terminó escribiendo con desamparo y tristeza inflamada:

“Esta noche he prendido una fogata y al amparo dulce de su fuego pienso en ti.
Todos los besos terminan en la aurora,
todas las letras se reúnen en el clavel que agoniza,
tiritando encuentras el camino de la hora
que se desmigaja en la sabana y en la cruz de ceniza
que marca en los sexos un adiós que no cede.”

Quizás lo entendería. Haría un último acto de fe.

DIOS CASTIGA PERO NO A PALOS (Bestiario Infinito Nº 5)



“Oye, pordiosero:
ahora que tú quieres es que yo no quiero.[…]
¡Vete, dios de hierro,
que junto a otras plantas se ha tendido el perro!”
JUANA DE IBARBOUROU (Uruguaya)


- ¡Angelito! –grité sin pudor alguno desde el otro lado de la calle. Se dio vuelta saltando de rostro en rostro ubicando la voz que tan familiar se le hacía. Hasta que mi desorden de bolsos y carpetas estuvo en su campo visual. Sonrió como sólo a quien le dicen “Angelito” podía hacerlo. Me hizo un gesto para que la esperara y caminó resuelta hacia la esquina de la calle, miró hacia todos lados y cruzó a encontrarme (He ahí una de las diferencias entre ella y yo: yo habría cruzado a la mitad, sin mirar a ninguna parte, con mi rosario de informes a la rastra y mi alegría a la vista; pero ya se sabe: la amistad es una cosa extraña). Nos abrazamos con escándalo. Quienes me aman saben que puedo y pueden dejar de verme por meses pero cuando nos reunimos de nuevo es como si el tiempo o el espacio no se hubieran interpuesto jamás.

- ¡Pero estás muy linda, mujer! –le dije asombrada de que los años la hicieran más bella todavía.

- Gracias, Daniela, tú también –me dice, con lágrimas que le surcan el rostro. (He ahí otra diferencia, ella es de llanto fácil, mis lágrimas me las como en un cementerio ante el hombre que me dijo que estaría conmigo y me mintió con ligereza. Nadie más me ve llorar).

- Siempre fuiste mala para mentir –respondo, sacándole una carcajada.

Empiezo a rememorarla. A Angélica la dejé de ver un día de Septiembre, hace dos años y cinco meses, y me dejó con el corazón hecho un puré amargo. La quería como sólo son capaces de querer las amigas para siempre; pero soy respetuosa de las decisiones de otros, incluso de las decisiones erradas. ¿Qué hacerle? Cuando en medio de la desesperación y la ceguera yerras siempre habrá quien te lo diga y te ofrezca ayuda; pero si la rechazas, no queda otra que cruzar prudentemente la avenida y esperar, porque todo cae por su propio peso.

Se enamoró de un idiota, pero no un idiota cualquiera: de un idiota con honores. ¿Por qué será que las mujeres buenas se enamoran de hombres malos? Empezó a cercarla, a ponerle límite, a exigirle ausencias. Primero nos cerró la puerta a las amigas y terminó negándole la entrada a su madre. Desesperamos por ella, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y ella quería estar con él. Se la llevó lejos, convenciéndola que la felicidad no la alcanzaría jamás si no era bajo su amparo. Cerró los ojos y se fue.

- ¿Y Alejandro? –le pregunto, con miedo de que llegara a llevarse a mi milagro de un brazo.

- Me dejó hace casi un año. Un día llegué de trabajar y me estaba esperando, me dijo que yo era poco para él, que una secretaria no lo haría feliz nunca, que él estaba para grandes cosas, para relacionarse con gente bien y que conmigo no lo podría hacer nunca. Que yo era un peso que no aguantaba. Que era un ancla que lo tenía en la miseria.

Hijo de puta. ¡La había dejado el muy cabrón! Se había dado el gusto de mandarse a cambiar después que la obligó a tenerlo de centro de gravedad.

- Vivimos en Ancud, luego en Puerto Aysén y terminamos en Iquique. Ha sido largo, amiga. –dijo casi en un susurro, abrazándome y llorando de nuevo. Y entremedio del llanto, se sonrió y me dijo: Ando aquí porque vine a ver a mi mamá con mi novio, me voy a casar. Y siguió hablándome como si se tratase de una lección muy bien aprendida: Se llama Mauricio, tiene 42 años y es Profesor de Historia en un colegio de Iquique. Yo entré a estudiar el Semestre pasado en un Instituto y me siento tan plena. Es todo tan distinto.

- ¿Y el innombrable? –pregunté temiendo que reapareciera y le robara su final feliz.

- Se regresó, está aquí y es chofer de colectivos de la Línea que va a El Huape. Me lo encontré hace como tres días cuando fuimos a ver a mi Lela.

- ¿Te habló?

- No, se hizo el desentendido. Y ¿sabes? sentí tanto alivio de pensar que tampoco lo conocía.

Sonó el celular y se coordinó para irse a los brazos de ese Mauricio que aún no conozco, pero que conoceré en un par de meses cuando viaje por primera vez tan lejos de mi ciudad para ser testigo que la vida es de dulce y agraz.

Un minuto le dediqué al hombre que me hizo temer por la vida de mi amiga. ¡Pobre huevón! Dios castiga pero no a palos…

24 HORAS Y EL TANGO (Bestiario Infinito Nº 4)



“Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Abrite los amores que vamos a intentar
la mágica locura total de revivir...
¡Vení, volá, vení!”
Balada para un Loco (Ferrer-Piazzolla)

- ¿Y si sólo son 24 horas de dos personas que acaso vivan 70 años? –me dijo.

En la hora primera conoceré tu boca. Tu boca que tiene todos los sabores de la tierra, que es dulce, que es salada, que es amarga, que es ácida… Tu boca que en la fragua sin fatiga de mi lengua se mantiene caliente e infante, curiosa e invasora, donada y mendicante. Sesenta minutos para hilvanar la historia de mi beso en tu memoria.

En la segunda hora conoceré tus manos. Tus manos que saben horadar las esperas, azadones tibios que levantan mis carnes y ponen la semilla que hará germinar más deseo. Cada uno de tus dedos, enlazados con los míos, guerreando por más cuerpo, dejando caer las égidas de la soledad y el olvido, rompiendo el ayuno de lunas sonrojadas, marcando el dos por cuatro de un tango postergado.

En la tercera hora escudriñaré tus ojos que han oteado horizontes más allá de los míos. Sabré por tu mirada lo que me falta conocer y reconocerás en los míos lo que olvidaste un día: el sortilegio de una negra de arrabal. (Quizás te deje a mansalva una bala de agua que te explote en el día postrero).

En la cuarta, melodías de bandoneón, piano y violín saliendo de los sexos renacidos, de las grandes fronteras caídas y de las uniones imposibles que terminan mañana. Las horas se entremezclan, los minutos se alargan y los besos se nos hacen calandrias sabias que conocen todos los cantos. Faltan todavía 20 horas, hemos apenas comenzado…